miércoles, 21 de mayo de 2014

La maldición de la Geisha




Cuenta la leyenda que en tierras cercanas al lago Biwa, al ocaso del siglo XVI, se estaba librando una guerra civil por el trono del imperio nipón. La guerra mostraba su lado más cruel en las sangrientas batallas, pero no era sólo eso lo que estremecía aquellos lugares.

Los soldados de uno y otro bando lucían cansados y desgastados de tanto combate. Cada día tenían que caminar unos 20 km hasta la frontera con el enemigo. Sus largas armaduras y escudos pesados no amenizaba el viaje. Esta vez se trataba de una batalla decisiva, el lugar de encuentro, Sekigahara.

El ejército que se encontraba bajo las órdenes del general Toyotomi Hideyori, no se esperaba que una maldición caería sobre ellos. A varios kilómetros todavía de su destino, el batallón debía atravesar entre dos pequeñas colinas. Los agotados samuráis veían como el sol se estaba ocultando mientras seguían a paso firme. Fue entonces cuando el cansancio les produjo una visión no muy lejana, sobre la colina, de una bella presencia femenina y todos aquellos que la vieron quedaron totalmente obnubilados.

La sensación era tan profunda que los soldados quedaban hipnotizados por tal preciosa imagen. Corrían y corrían como caballos desbocados hasta la cima de la colina. Mientras más se acercaban, más encandilados se sentían con su presencia. La brisa movía el largo pelo liso que acariciaba suavemente cada una de las curvas de su espalda clara y esbelta. Su rostro parecía de otro mundo, ojos sesgados de color negro azabache coronaban las facciones más perfectas que una belleza asiática pudiera desear. Además, esta hermosa geisha lucía parcialmente desnuda su parte superior y su dulce sonrisa lograba iluminar hasta el hombre más confundido con su identidad.

Cuando estos soldados calienturientos lograban alcanzar la cima de la colina, ésta se difuminaba entre los rayos de sol que traspasaban la sombra de los cerezos florecidos. Este fugaz espejismo aturdió enormemente las mentes de aquellos soldados que, sin saberlo, habían sido abrazados por la más densa oscuridad.

Cuando estos volvían con el resto, no tenían palabras para describir lo que les había pasado. Sólo mencionaban tal belleza que se les había grabado a fuego en sus retinas. Como es normal, los demás camaradas los tomaban por locos o se interesaban más por dicha visión. Pero estos celosos, se alejaban del tumulto, para pensar en solitario, como llegar a tocar tal escultural cuerpo de oriente. 


Tanto se apoderaba de sus pensamientos que cuando el sol se dignaba a salir y el ejército se preparaba para partir a la batalla, los soldados elegidos portaban unas oscuras ojeras de no haber pegado ojo en toda la noche. Es ahí donde comenzaba la maldición.


No era un día cualquiera, sino el 21 de octubre de 1600. Tampoco era un lugar corriente, sino una extensa pradera, más conocida como Sekigahara.


Cuando se escuchó el grito de guerra que daba comienzo al acontecimiento bélico, los débiles y confundidos soldados se enfrentaban totalmente desorientados contra expertos samuráis bajo el mando del señor feudal Tokugawa. El sonido de las afiladas katanas contra sus blandos cuellos ponía fin a tal extraña maldición.




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